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Océano Pacífico



Hace algunos años, cuando era un escritor en ciernes que pugnaba por publicar mi primera novela, escribí un breve relato en Facebook. Se inspiraba en un recuerdo infantil y, al mismo tiempo, en una pesadilla de aquellos años. Lo titulé “Océano Pacífico”.

Comenzaré por el recuerdo… Tengo nueve años y acabo de hacer la primera comunión. Entre mis regalos hay una bola del mundo de plástico del tamaño de un balón de fútbol. Se ilumina por dentro gracias a una pequeña bombilla.

Mi dormitorio quedaba a oscuras cuando cerraba las contraventanas de madera, enchufaba la bola a la corriente y resplandecía con su luz cálida. En medio de la penumbra y el silencio contemplaba embobado lo minúscula que era España. Europa también me parecía pequeña comparada con Asia. Pero lo que más me atraía era el océano Pacífico. Giraba lentamente la esfera y su luz se tornaba azulada. El pequeño trozo de plástico que ocupaba el Pacífico me resultaba gigantesco. Los paralelos y meridianos parecían de pronto surcar el vacío. Porque en aquella masa azul no había literalmente nada. Si aguzaba la vista podía ver, lo reconozco, alguna mota, testimonio de unas islas. Pero eran tan pequeñas que ni siquiera figuraban escritos sus nombres. Aproximaba la cara al plástico iluminado, tratando de imaginar a los habitantes de aquellas islas, pero el azul resplandeciente se desenfocaba ante mis ojos. En medio de la calma y la oscuridad, sentía haber penetrado en el abismo. Ya no estaba en mi dormitorio, sino en el océano. La ensoñación concluía bruscamente cuando oía a través de la puerta el grito de mi madre: ¡¡Ricardo, a comer…!!

Ahora me toca contar la pesadilla… Se trata de uno de esos sueños recurrentes anteriores al despertar. Es media tarde y me han abandonado en medio del Pacífico, a miles de kilómetros de toda región habitada. Sólo tengo una pequeña cantimplora que cuelga de mi chaleco salvavidas.

Al principio del sueño era optimista, pensaba que un barco pasaría por allí y me rescataría. Pero al atardecer, el sol me había abrasado la cara, mi cantimplora estaba vacía y no había visto barco alguno. Debía hacerme a la idea de que pasaría allí la noche.

Trato de buscar en internet una foto del océano y la primera que aparece es del Pacífico Sur, inserta en la Wikipedia. Esta tomada desde el puente de un submarino norteamericano. Casualmente resulta apropiada para evocar mi pesadilla porque muestra el anochecer. Los últimos rayos de luz solar refulgen a través de nubarrones, se balancean lentamente en las olas. La superficie del mar se torna de un gris plomizo.

En el sueño apuro el último trago de la cantimplora y trato de concienciarme de que no debo temer nada más que la falta de agua. La región en la que he sido abandonado no parece especialmente gélida porque el día ha sido caluroso, de modo que no debo tener miedo de congelarme.
Pero durante la noche los peces suben a la superficie en busca de alimento… Noto sus suaves escamas acariciar mis piernas. El agua ya es negra bajo el resplandor ceniciento de la luna, que forma gigantescas escamas sobre la llanura oceánica. Y es entonces cuando comienzo a aterrarme. Lo que me asusta no son los peces, sino el hecho de no ver mis piernas, de no saber qué sucede bajo las aguas negras. 

Algo ha mordido mi gemelo y comienzo a sangrar. Probablemente moriré en unos minutos, o quizá en unas horas –pienso-, mientras noto decenas de animales acudir a la sangre. Por fortuna, justo entonces despierto sobresaltado.

Hace algunos años, cuando era un escritor en ciernes que pugnaba por publicar mi primera novela, tomé la foto de Wikipedia y publiqué en Facebook aquel texto del que hablaba al principio, mucho más breve que el de este cuento. Lo que sí figuraba en el relato era el instante mágico, el instante más misterioso de esta narración en el cual yo aproximaba la vista a mi bola del mundo y observaba el infinito en aquel minúsculo pedazo de plástico iluminado. En medio de la soledad y la penumbra me parecía oír las olas del mar.

Mi entrada de Facebook tuvo unos pocos “me gusta” de amigos y conocidos; pero, de pronto, sucedió el milagro: apareció un “me gusta” de Eloy Tizón, el gran maestro del cuento en español. Sin duda no se debió a la calidad de mi texto, sino a la generosidad de Eloy, que quería darme su apoyo. No es habitual que un escritor consagrado se interese por otro desconocido; pero él tuvo aquella empatía que me llevó a dedicarle la entrada.

Quizá mis lectores se pregunten cómo tengo la osadía de llamar viaje a mirar una bola del mundo iluminada en un cuarto a oscuras. Tal vez merezcan una explicación que, desde luego, les voy a dar. Viajar no es solo desplazarse, sino adquirir al hacerlo una suerte de conocimiento, descubrir algo… Frente a desplazarse, que es un hecho físico, viajar es una experiencia anímica. Uno puede desplazarse al Polo Norte y viajar, sin embargo, por el interior de su casa. Por ello considero que este cuento, dedicado también a Eloy Tizón, relata la historia de un viaje.


Ricardo Lladosa, Jaca, julio de 2019.









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