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El vicio y la mal según Dickens y Polanski

Barney Clark y Ben Kingsey en "Oliver Twist" de Roman Polanski, 2005.

Ayer tuve el placer de ver con mis hijos la versión cinematográfica del clásico de Dickens: "Oliver Twist",  dirigida por Román Polanskie en 2005. Ignoraba la existencia de la película -tal ha sido mi abandono del cine en los últimos años-; pero el abandono tiene, por suerte, alguna ventaja: la de propiciar el descubrimiento de la película.
Leí "Oliver Twist" a los doce años en la versión de la colección Club Joven Bruguera. El libro fue editado -según compruebo a la par que escribo este artículo- en 1982. Por supuesto que recordaba a Fagin, pero el personaje no me impresionó demasiado en aquella primera lectura de la infancia. Forma parte, sin duda, de la galería de personajes ambiguos y geniales de Dickens.
Fagin es un perista de poca monta, un anciano que se gana la vida vendiendo objetos hurtados a sus dueños por una cuadrilla de niños huérfanos, a quienes acoge en su casa de los suburbios de Londres y mantiene a cambio de los frutos de sus delitos. En un cofre oculto bajo el suelo, conserva collares de perlas, relojes de chaleco, anillos de oro, cantidades de dinero... Fagin es benévolo  con sus muchachos y lo único que les exige es lealtad.
Oliver Twist es acogido por Fagin, que lo hospeda, lo alimenta, lo provee de zapatos. En el curso de sus latrocinios, Oliver es sorprendido por la policía y acaba siendo adoptado por aquel a quien quería robar: el rico hacendado señor Brownlow. Pero la mala suerte devolverá a Oliver a las manos de Fagin, que lo encierra en un dormitorio temeroso de que su antiguo protegido lo denuncie a la policía.
Finalmente, tras una serie de avatares -entre los que se cuenta un asesinato cometido por un colaborador del perista-, será el señor Brownlow y no Oliver quien denuncie. Cuando finalmente Fagin es capturado y encerrado en el presidio, a la espera de la pena capital, Twist le pide a su padre adoptivo que lo llevé a ver por última vez a su corruptor, a quien lo protegió y, al mismo tiempo, lo impulsó al delito.
El condenado delira mientras la multitud se reúne ya frente al patíbulo, en el cual, pasadas unas horas, el anciano será ahorcado. En el siglo XIX los ajusticiamientos en publico fueron un espectáculo habitual para la satisfacción del morbo de las gentes y para la prevención del crimen. Oliver le pregunta qué tal se encuentra, pero el viejo no logra articular frases coherentes. Trata de explicarle dónde puede encontrar su tesoro, para que Oliver herede lo robado.
Aparte de la magnífica interpretación de Ben Kingsley en el papel de Fagin (quien ya había sido interpretado por sir Alec Guiness), lo que más me ha gustado del film de Polanski es el modo en que subraya la diferencia entre la maldad y el vicio. En el cristianismo, el vicio y el mal son sinónimos. El vicio, que recibe el nombre de pecado, es lo mismo que el mal. Pero Polanski y Dickens parecen decirnos que se puede ser vicioso sin ser malvado, o al menos no serlo del todo, y esa es la ambigüedad y el valor universal e intemporal del personaje de Fagin: nos seguimos preguntando por su verdadera naturaleza al concluir la película, en la cual no llega a retractarse de sus vicios, como tampoco ha acabado antes con la vida de Oliver Twist para evitar que lo denunciara.
Al terminar el film -que mi mujer compró en DVD para verlo en familia-, me divierto preguntándoles a mis hijos si consideran que Fagin es un hombre malo. Ellos no parecen dudar que lo sea. Yo, en cambio, me lo sigo preguntando... ¿Será que los novelistas deseamos dudar?, ¿es esa duda la que nutre nuestras narraciones?

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