Hace algunos días recibí un correo de Google. Anunciaba que el registro de mi dominio: elblogdericardolladosaescritor.com se renovaría automáticamente en treinta días. Entré en el blog y me di cuenta de que hacía un año que no escribía en él. Probablemente, la última vez que lo hice fue tras recibir ese mismo correo el año pasado…
Me gusta pensar en el dominio elblogdericardolladosaescritor.com como en una propiedad inmobiliaria de la nada, un territorio sin gobierno, sin leyes, sin jueces; donde expresamente he decidido no legislar ni ejercer autoridad alguna; no por anarquía, sino porque en él apenas sucede nada. Mi dominio se parece a un viejo caserón aislado a las afueras de la ciudad, en medio de una zona industrial en crisis. Casi nadie lo visita y la maleza crece en el jardín.
El hollín de las fábricas recubre la fachada; pero si alguien (tú mismo, lector) accede al interior sin llamar a la puerta, se encuentra con que no hay polvo y todo huele a limpio, como si alguien acabara de pasar la fregona por el viejo suelo de tarima, que cruje bajo tus pies cuando te adentras y compruebas que no hay muebles ni cuadros, o que los visillos de los ventanales entreabiertos flotan ligeros, en medio de una brilla silenciosa.
Ayer, en el último número de la revista La maleta de Portbou, leí un ensayo de Irene Vallejo titulado “Habitantes de la incertidumbre”. Alude a un sabio proverbio caribeño que reza: Lo más seguro es que quién sabe, cuyo sentido se parece al de la sentencia socrática: Solo sé que no sé nada. Y, en efecto, nuestra mente es como un caserón vacío que debemos remodelar, decorar, amueblar… Las tuberías, la instalación eléctrica, cual venas y nervios, respiran ese vientecillo que penetra por las ventanas.
Entonces dudamos si poner en medio del comedor un sofá rojo chillón, que quiebre la indiferencia del que mira; o quizá mejor uno beis, del color de la tarima: un sofá que apenas se advierta y parezca un gran animal dormitando en la sabana, mimetizado con el paisaje.
El caserón continúa vacío, y dudamos… Sobre las dudas del creador Irene Vallejo afirma: Toda creación afronta necesariamente la incertidumbre. El folio en blanco, el lienzo desnudo, el bloque de piedra informe, el escenario vacío, la cámara oscura, el espacio inhabitado son retos a la imaginación que tienen el mismo punto de partida: la angustia de lo incierto, la inseguridad, el gesto vacilante, el temblor. El arte es, en cierto modo, un tipo de semilla rara que solo germina en el miedo.
Las palabras del ensayo resuenan en mi interior mientras pienso en la novela que estoy escribiendo, una narración que arrancó hace más de tres años. Entremedias he terminado otra novela, un montón de artículos, relatos, críticas... La redacción de la novela actual ha quedado, por tanto, interrumpida varias veces. Se trata de una obra que pretende ser original; pero la originalidad, más que cualquier otra cosa, sufre el castigo de la incertidumbre.
He tenido que eliminar subtramas completas que no funcionaban -tras arduos intentos por salvarlas-. Han desaparecido capítulos enteros, ahora habitaciones vacías pendientes de amueblar de nuevo con otras tramas y personajes. La protagonista, que era mujer, ha pasado a ser hombre. Un buen día busqué el nombre de “ella” con Word y le di a reemplazar por el nombre de “él”. Después de que el procesador de textos anunciara los 187 reemplazos efectuados, me encontré con el caos. No solo había cientos de fallos de concordancia en el género, sino que el protagonista hombre llevaba faldas o vestidos, e incluso se alisaba el pelo.
Advertí que un simple reemplazo lo había cambiado todo; pero lo más singular del caso, más allá de lo exterior y anecdótico, era que el personaje seguía siendo exactamente la misma, o, mejor dicho: el mismo. Todas sus acciones, todos sus pensamientos seguían vigentes. Continuaban siendo válidos, y me pregunté: ¿somos los hombres y las mujeres iguales…? Esta inquisición y otras de similar calado se presentaban de improviso. Me debatía inútilmente ante ellas, mientras recorría el caserón solitario.
Y al momento, todo volvía a funcionar: sí, daba igual mujer u hombre; y surgía una subtrama que sustituía a otra, o un personaje que llenaba el hueco dejado por otro perdido en la oscuridad del escenario. Caminaba, caminaba por el pasillo infinito, la tarima del suelo crujiendo al ritmo lento de mis pasos.
Hasta que llegué al último dormitorio -probablemente un cuarto de invitados que nunca llegó a utilizar nadie-. La ventana entreabierta. Los visillos agitados por la leve brisa. Los rayos del sol tiñendo las sombras del atardecer. Con las manos en los bolsillos, miré tímidamente por la ventana y contemplé mi dominio: ese jardín repleto de maleza, esas afueras de la ciudad, las viejas fábricas a lo lejos… Tuve la certidumbre de que más allá, aunque no pudiera verla, estaba la metrópolis resplandeciente: el París de mi imaginación.
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