A la izquierda reposa una bola del mundo de las que se enchufan a la corriente y se iluminan por dentro. El cable descansa perezoso sobre la mesa junto a unos rotuladores vagos y desperdigados. Hay también una taza de puntitos y un vaso marroquí de cristal verde. Las sillas son de estilo inglés; la alfombra, persa. En el espejo se reflejan las cortinas, continuación del pelo de Elena. Los pliegues de la tela parecen largos mechones, bajan desde el techo hasta el suelo y configuran el mundo interior.
El mundo interior son maderas, telas, pergaminos, lanas, bombillas, vestidos estampados. Porque Elena es también un objeto que forma parte de ese mundo interior: una escultura, una pintura en blanco y negro. Hojea una revista de decoración que continúa en el papel la realidad de los muebles, de las alfombras, de las lámparas.
Ha dejado de leer la revista y gira la cabeza. Su rostro es un óvalo ligeramente inclinado, como los de las vírgenes de Rafael, aunque la media sonrisa sea leonardesca. Más allá de los ojos, de la nariz, de las mejillas a contraluz, está el mundo exterior, el mundo de la luz. Y ella se ve, de pronto, contagiada por ese mundo de la luz, porque una parte de su melena, casi blanca, se funde con el resplandor solar de la terraza.
¿Estará posando para la foto? ¿Habrá abierto alguien la puerta, de improviso, para fotografiarla sin avisar? La respuesta no importa, porque, en este caso, la ignorancia es más fecunda que el saber.
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