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El rincón de la bruja

 



Hace varias semanas pasé por delante de mi parvulario: el colegio Virgen Reina de Zaragoza y tomé esta fotografía. Desde poco antes de la muerte de Franco, en 1975, hasta poco antes de que se promulgara la Constitución de 1978, mi vida transcurrió entre estas paredes hoy deshabitadas. Hasta 2010, año de su cierre, el colegio lo dirigió una pequeña congregación de  monjas. Tras mucho rebuscar por internet, descubro que pertenecieron a la orden de las Madres de los Desamparados y San José de la Montaña, fundada en Málaga en 1881 por la beata Petra de San José Pérez Florido, siendo romano pontífice León XIII.

En la actualidad, la orden esta presente en Italia, Estados Unidos, Méjico, Centroamérica, Colombia y España. Sobre la barra superior de su página web, figura un banner donde se lee: "¿Quieres ser Madre de los Desamparados?" Si pinchéis en él, mujeres, seréis invitadas a un campo de trabajo en el tórrido interior de la provincia de Jaén durante el mes de julio.

Pero en Zaragoza, las madres de los Desamparados se extinguieron con el cierre de mi parvulario. Las órdenes religiosas son como las especies amenazadas. Al igual que los animales en peligro de extinción desaparecen por la destrucción de sus hábitat natural; las órdenes religiosas pueden también desaparecer por la secularización de la sociedad. Siguiendo este razonamiento, del mismo modo que el lince ibérico solo subsiste en núcleos aislados de Andalucía y Extremadura, las madres de los desamparados solo habitan en pequeñas comunidades de unas pocas individuas en lugares calurosos y secos de Méjico o Andalucía, junto a grupúsculos seriamente amenazados en Italia o en el Trópico, cuya tez es ligeramente más clara que la de los ejemplares andaluces y mejicanos, atezados por el sol.

El porqué desapareció la congregación de Zaragoza no he podido averiguarlo con seguridad. Mientras contemplo mi antiguo recreo a través de la verja metálica blanca, experimento una regresión a la infancia. Todo esta igual que en la Transición, tal como yo lo dejé en 1978, lo que significa que las monjas no invirtieron ni una sola peseta, ni un solo euro en pintura, ni en ningún otro tipo de rehabilitación a lo largo de más de tres décadas. Conociéndolas, seguro que no fue por tacañería, sino por la convicción de que cualquier desembolso, más allá del necesario para friegasuelos y mochos, no era inversión, sino gasto suntuario comparado con las verdaderas necesidades: las de los pobres y desamparados a quienes ellas debían socorrer

¿Qué habrá sido de las monjas? A través de los blancos barrotes de hierro, identifico a la perfección el mosaico de las paredes, la claraboya del techo que dejaba el resto del patio en sombras, el pavimento de caucho verde antideslizante... Recuerdo lo mucho que lo eché de menos cuando mis tiernas rodillas aterrizaron por ver primera en el duro y ardiente asfalto de los jesuitas.




Había también un tren chuchú, una casita y una valla de madera blanca. Las paredes estaban recubiertas de pinturas infantiles con personajes de Disney, como el pato Donald y sus sobrinos o Blancanieves y los siete enanitos. En concreto, el fresco de Blancanieves que se ve en la imagen superior siempre encarnó para mí, de un modo inconsciente, la estampa del bien y del mal. Si observáis la foto, veréis a la izquierda el cuidado chalé de los enanitos en medio del bosque. Ellos se marchan a trabajar, como cada mañana, y son despedidos por Blancanieves y por los animales: las ciervas, los conejos, las mofetas, los sonrientes murciélagos que cuelgan de las ramas les dicen adiós... Pero, una vez salen del bosque, los enanitos atraviesan un peligroso tronco para cruzar lo que parece un abismo, y se encaminan a una región montañosa sin apenas árboles. Al fondo, se divisa el castillo de la malvada Reina, la Madrastra de Blancanieves, y al final del cuadro, entre las cumbres yermas, esta la cueva de la Bruja, que no es otra que la Madrastra disfrazada de mendiga, recitando un conjuro para envenenar la manzana que narcotizará a Blancanieves, hasta que el Príncipe la salve de su sueño besándola.

De niño me aterraba la imagen de la bruja en su cubil; soñaba con ella por las noches en mi dormitorio, que se encontraba al fondo del pasillo de casa de mis padres. Mi terror se acentuaba por el hecho de dormir solo en una habitación grande, y quizá por los muebles de madera maciza de la posguerra, heredados de mi padre: el gran cabecero triangular de la cama, labrado con volutas vegetales, al igual que el escritorio; el sillón grande e incómodo tapizado en color burdeos, digno de un cardenal.

En cierta ocasión, me levante para ir al cuarto de baño en plena noche. Hubiera deseado contener mis ganas de hacer pis hasta el amanecer, pero adverti que era imposible, de modo que me armé de valor, atravesé el pasillo en tinieblas hasta el baño y, al entrar, antes de poder dar la luz, vi con nitidez a la Bruja tras la puerta. ¡Era ella!: la de los frescos del colegio Virgen Reina, encerrada en su cubil de Bruja, con sus probetas y tubos de ensayo para preparar pócimas; con sus mascotas: el cuervo y la tarántula... Nadie me creyó entonces, y todavía hoy nadie me cree cuando afirmo categórico que "yo vi a la bruja". Sí: ella estaba allí, simplemente lo estaba, y punto.




La versión de los hermanos Grimm del cuento de Blancanieves está repleta de detalles truculentos que omiten a menudo las versiones dirigidas a los niños. Por ejemplo, es bien conocido que la Madrastra, al descubrir que su hijastra es más bella, contrata a un leñador para que la mate en un bosque y le exige que le traiga en prueba el corazón de la joven; pero según los hermanos Grimm, no solo le exige aquél órgano, sino también el hígado y los pulmones. Lo menos conocido del argumento tal vez sea que, cuando al fin el Príncipe libera a Blancanieves de su envenenamiento, ordena a un herrero calentar unas sandalias de hierro al rojo vivo, y obliga a la malvada Madrastra a bailar con ellas puestas frente a la corte hasta morir de dolor. 

¿Qué sería de las madres de los Desamparados de San José de la Montaña...? -sigo preguntándome-. Tras el cierre del parvulario Virgen Reina en 2010, ¿las destinarían a otro colegio de la orden?, ¿ingresarían en un convento? ¿Permanecerían allí, en Zaragoza, donde habían trabajado tantos años? A mi me gusta imaginar esto último... Tras las persianas entornadas, las madres siguen habitando en la penumbra... Son seres de metro cincuenta enfundados en sus hábitos, que apenas permiten ver los óvalos arrugados de sus caras. Algunas ya son centenarias y ciegas, pero jamás encienden la luz para no gastar dinero, ni pronuncian una sola palabra para no incurrir en el pecado de la ira, ni en el de la soberbia, ni en el de la envidia...

Conforme mueren, los cuerpos de las madres permanecen incorruptos en el lugar del fallecimiento. Por ejemplo, una se queda para siempre en medio del pasillo, fregando el mármol con un mocho en la mano y un cubo al lado, cuya agua grisácea se evaporará durante meses. Otra hermana fallece sentada a la mesa de la cocina, mientras pelaba patatas para la cena. De las patatas nacen hijos que se convierten en exuberantes plantas con el transcurso de las semanas. Hoy, el cierzo ha abierto de par en par la ventana del pasillo. Ha soplado con fuerza todo el día agitando las cortinas recién lavadas. El cuerpo de la madre disecada fregando se ha partido por la mitad por efecto del viento. La mitad superior, con el habito y el mocho, ha caído al suelo sin descomponerse, rígida e inerte como si fuera de cera y cartón.




 

 












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