1- No dispongo de mucho tiempo en
Burdeos, pero pienso que será suficiente
para indagar acerca de Odilon Redon, pintor simbolista francés nacido en
1840 en esta ciudad, considerado por algunos el precursor del surrealismo.
¿Cómo empezar mi pesquisa? El modo más obvio es la oficina de turismo, sita en
el número 12 del Cours du 30 Juillet, frente al Gran Teatro de Burdeos. Pero
tras hablar con Madelaine y Corinne, las empleadas, advierto que no saben nada
de Redon, más allá de que, en efecto: fue un pintor nacido en Burdeos en 1840.
La primera confusión surge con su
casa natal, situada en el número 27 de la rue Neuve Saint Seurin. Existe en la actualidad una
calle Neuve y una calle Saint Seurin, en distintas partes de la ciudad, ¿en
cuál de ellas nació? Finalmente, tras navegar en distintas webs, Madelaine
concluye que en ninguna de ellas, sino en una tercera; pues en la actualidad
la calle decimonónica Neuve Saint Seurin recibe el nombre de rue Fernand Marin,
y el número 27, en virtud de los planes urbanísticos, ha pasado a ser el número
31.
Antes de dar por concluida la
conversación, la empleada apunta en mi plano de la ciudad el correo electrónico
de un colega de la oficina de turismo: Philippe Prevot; quien, lamentablemente,
se encuentra de vacaciones en ese
momento, pero responderá a todas mis dudas si así lo deseo. A continuación
sonríe. Viste una camiseta ajustada sobre la cual penden de un imperdible
sendas banderas española y francesa. ¡Gracias! –añade, y mira la cola que se
agolpa detrás de mí.
A la salida observo que se vende
un libro escrito por Prevot: “Burdeos secreto e insólito”, destinado a explicar
los misterios de la ciudad. Pero ningún capítulo, ni una sola cita se refiere a
Odilon Redon. Por otra parte, la casa natal no aporta tampoco ningún dato, más allá de
la placa de mármol clavada al muro que certifica su nacimiento allí el 20 de
abril de 1840. Se trata de una casa modesta, en una calle secundaria situada en
el barrio de Saint Seurin. En el interior, tras las cortinas, se perciben
movimientos de los actuales inquilinos. Junto a la puerta pintada de azul hay
un cubo de basura verde que procuro que no salga en la instantánea.
2- En sus memorias, publicadas en
España por la editorial Elba, Redon recuerda el día de su Primera Comunión en
la basílica de Saint Seurin: el aroma de los cirios, los cánticos religiosos.
Al oírlos, al aspirar el olor a cera, el joven Odilon experimenta un placer místico que
lo lleva a afirmar: “Aquellos cantos me exaltan. Son, sin duda, mi primera
revelación del Arte”. No le interesaban tanto los misterios de la fe católica
como esa combinación de hedor a velas y las melodías del órgano que
retumbaban en las bóvedas góticas.
Hoy en día, lo primero que
percibe el visitante al penetrar en Saint Seurin es el motivo por el
cual el catolicismo pierde feligreses entre la juventud: todo resulta tétrico,
digno de una película de terror. A la entrada hay una cripta dedicada a la
Virgen. En la penumbra, observo paredes cubiertas de pequeñas lápidas blancas. Se trata
de exvotos en agradecimiento por mercedes concedidas. Todas ellas
encierran un secreto, ya que se lee simplemente la palabra “Gracias”, y a
continuación unas siglas y una fecha,
siempre de finales del siglo XIX. Obviamente también hay lápidas fúnebres de
prebostes locales; confesionarios tétricos; candelabros que alumbran la
oscuridad bajo vidrieras al atardecer...
3- Bertrand Redon, padre de
Odilon, era un indiano enriquecido que acababa de volver de Nueva Orleans,
donde se había casado con Marie Guerin, madre del artista. En el barco, durante el viaje de
vuelta a Francia, ella estaba embarazada y a punto de dar a luz a Odilon. Se desencadenó un terrible tempestad en el océano Atlántico que estuvo a punto de hundir la nave. Más
tarde, en sus memorias, el artista declarará que le hubiera gustado nacer allí:
“En un lugar sin patria en medio del abismo”.
Pero nació nada más llegar a
Burdeos. Nadie sabe a ciencia cierta por qué su padre lo condujo, a los pocos
días de nacer, a su finca de Peyrelabade, situada en el Medoc. Era un niño
enfermizo que necesitaba, según la mentalidad
de la época, un ama de cría y los aires del campo. El caso es que allí
permaneció hasta los diez años, al cuidado de un tío que apenas se preocupaba
por él, en una situación de soledad, formando su imaginario de artista en medio
de los paisajes desolados del Medoc: viñedos, pinares aislados, dunas, las
orillas cenagosas del estuario del río Garona… Esos paisajes inspiraron la
exposición “La naturaleza silenciosa. Paisajes de Odilon Redon”, que se expuso
en 2016 en Burdeos y en Quimper (Bretaña).
“Pero todo eso ya terminó –me asegura la responsable de marketing de las bodegas Chateâu Clarke–. Ahora no hay nada que se pueda visitar, nada que se pueda ver. Lo lamento de veras, pero no hay nada previsto…”. Anaïs tiene la piel blanca y los ojos azules, me observa como si lamentara sus propias palabras. En su fuero interno desea despachar a ese español pelma, que le acaba de preguntar por la finca de Peyrelabade, donde creció y vivió el pintor Odilon Redon; pero, al mismo tiempo, lamenta hacerlo, no tanto por bondad sino por el hecho de que sus jefes son nada menos que los barones Rothschild, y se espera de ella una cortesía, una exquisitez distante en el trato. “Bien –me dice de pronto–, entonces, ¿qué quiere ver usted…?”
“Pero todo eso ya terminó –me asegura la responsable de marketing de las bodegas Chateâu Clarke–. Ahora no hay nada que se pueda visitar, nada que se pueda ver. Lo lamento de veras, pero no hay nada previsto…”. Anaïs tiene la piel blanca y los ojos azules, me observa como si lamentara sus propias palabras. En su fuero interno desea despachar a ese español pelma, que le acaba de preguntar por la finca de Peyrelabade, donde creció y vivió el pintor Odilon Redon; pero, al mismo tiempo, lamenta hacerlo, no tanto por bondad sino por el hecho de que sus jefes son nada menos que los barones Rothschild, y se espera de ella una cortesía, una exquisitez distante en el trato. “Bien –me dice de pronto–, entonces, ¿qué quiere ver usted…?”
Una hora antes, ayudado por el
navegador de Google Maps había llegado hasta el Ayuntamiento de Listrac,
municipio donde se ubica Peyrelabade. Es un edificio pequeño, junto a la
iglesia parroquial y al memorial de los caídos por Francia en las dos Guerras
Mundiales. A mi derecha, una puerta conduce al despacho del secretario; a la
izquierda, otra al despacho del alcalde. Frente a mí hay un mostrador donde una
chica de pelo cardado y largas uñas rojas cobra la contribución a una vecina.
Al fondo vislumbro a un anciano canoso que consulta voluminosos legajos.
La chica tampoco sabe nada sobre
Odilon Redon, pero el anciano levanta al instante la cabeza. “¡Claro que sí,
vivió en Listrac, hasta tiene una calle y todo al lado de las escuelas!” –la
chica levanta la cabeza digna y se encoge de hombros, como si nadie pudiera
exigirle saber quién fue semejante vejestorio. “Sí, los Redon vendieron la
finca a los Rothschild, ya lo creo…”. El alcalde, que ha escuchado la
conversación, se anima a salir de su despacho e interrumpe al anciano. Es un
hombre tripudo que estalla en frecuentes risotadas. “Mire, ese Redon se hizo
famoso gracias a los Rothschild. Cuando compraron la finca sacaron todos esos
cuadros que estaban allá criando polvo, jajaja”.
Yo ya he tecleado en Google Maps: “Chateâu Clarke” y el terminal comienza a hablar en castellano: “Salga de Listrac por la rotonda, tome la primera salida a la derecha…” El alcalde emite un chillido agudo: “¡Español, español!” –grita, y hace un aspaviento que provoca las sonrisas del anciano y de la chica de pelo cardado, cuyos labios son rojos al igual que las uñas y lleva grandes pendientes metálicos de aro.
Yo ya he tecleado en Google Maps: “Chateâu Clarke” y el terminal comienza a hablar en castellano: “Salga de Listrac por la rotonda, tome la primera salida a la derecha…” El alcalde emite un chillido agudo: “¡Español, español!” –grita, y hace un aspaviento que provoca las sonrisas del anciano y de la chica de pelo cardado, cuyos labios son rojos al igual que las uñas y lleva grandes pendientes metálicos de aro.
“Está bien, le llevaré al lugar
donde estuvo la casa del señor Redon. Los barones construyeron allí un jardín
de plantas exóticas”. El maquillaje de Anaïs es discreto en comparación con el
de la empleada municipal. Me ofrece su tarjeta para lo que pudiera necesitar. A
continuación, me invita con timidez a sentarme en un Mercedes que no le
pertenece y recorremos viñedos hasta llegar al jardín exótico. Le pregunto si
alguno de esos edificios forma parte de la antigua finca, pero no sabe decirme.
“Solo llevo un año trabajando aquí” –me confiesa–. “Tal vez si estuviera el
jardinero…” –añade, y mira al infinito con cierta desazón, buscando al aludido
en la inmensidad del paisaje. A nuestro alrededor no se divisan seres humanos,
solo viñedos y más viñedos separados por veredas. Más allá, cenefas de robledales, pinares, alamedas centenarias marcan los confines de la
finca.
Mi acompañante me advierte que no debo tomar
fotos, o al menos no debo exhibirlas, pues se trata de una propiedad
particular. El jardín, donde conviven especies vegetales autóctonas con
plantas tropicales, contiene también rosaledas, cenadores con sillas y mesas de
mimbre típicas de los cafés. Alrededor del jardín hay un parque más
amplio donde pastan manadas de ciervos que galopan a lo lejos.
Caminamos en silencio, no se oye
absolutamente nada. Anaïs se siente incómoda, viste zapatos de tacón alto
inapropiados para caminar sobre el césped. Yo me doy cuenta y propongo concluir
la visita: “Muchas gracias, creo que ya me hago una idea del lugar” –le digo–.
Mi voz denota cierta timidez. Cuando el Mercedes para de nuevo frente a las
oficinas y me despido, no sin antes agradecer de nuevo la atención, entra por
la puerta un proveedor gordo con un gran mostacho y un albarán en la mano que
deja huellas de polvo sobre el pavimento.
Por la carretera, mientras
resuena la voz de Google maps que me lleva de vuelta a Burdeos, decido parar en
un bar de carretera. Se trata de una casa coqueta, con el tejado a doble
vertiente y los marcos de las ventanas pintados de rojo. Pienso en sentarme a
una mesa con un mantelito de cuadros también rojos, sacar mi libreta Moleskine
y anotar las impresiones del viaje; pero al abrir la puerta me embarga un
olor a fritanga y a ajo. Estoy frente a un individuo calvo, con una camiseta
ajustada que marca pectorales y bíceps. Lleva gafas brillantes de
montura metálica, afirma ser portugués y me habla en un castellano raro.
Las mesas no son de madera con
mantelitos de cuadros, sino de plástico con servilleteros de Ricard o de Pastis
de Marsella. El olor a ajo se acrecienta cuando se abre la puerta de la cocina
y la mujer del portugués sale con unas pantuflas y sendas tazas de té que se
toman sin apenas mirarse, él con expresión enérgica; ella, soñadora. Todas las
mesas están dispuestas para comer cuando comienzo a redactar estas nota en el
cuaderno Moleskine.
-Buenas tardes, estoy interesado
en Odilon Redon, ¿me podría indicar en qué sala encontrar sus cuadros y cuántos
hay aproximadamente?
-En este momento solo disponemos
de dos en exposición.
-¿Me quiere decir que en el museo
de la ciudad donde nació Odilon Redon solo hay dos cuadros suyos?
-No es que tengamos dos cuadros,
es que solo dos están expuestos. El resto se encuentran descansando en un
sotano, al abrigo de la luz. Las exposiciones los dejaron exhaustos.
-No sabía que los cuadros se
cansaran… –afirmo con ironía y enfado.
-Pues sí, claro que se cansan,
son muy frágiles, ¿sabe usted? –el joven, famélico y con expresión de suficiencia,
me habla como si se dirigiera a un patán
a quien debe respetar por que compra una entrada.
-Bueno, pues nada.
-¿Quiere un ticket, entonces?
-Sí.
Con el ticket en la mano camino
desilusionado, irritado con el taquillero. Pero, conforme me sereno, empiezo a
pensar que tal vez esté en lo cierto y los cuadros sean como organismos vivos:
al igual que los seres humanos, necesitan descanso. Pero su descanso no se
reduce a una noche, ni a un día, ni siquiera a unas semanas. Necesitan años hibernando
en el silencio de una bodega oscura, ajenos al tiempo y a las épocas, cual
momias egipcias. La cultura digital, las redes sociales, el envejecimiento de
los seres humanos les importan un comino. Un buen día saldrán a la luz, abrirán
de nuevo los ojos cuando al conservador del “Musée de Beaux Arts” se le ocurra
la feliz idea de interesarse de nuevo por ellos. Tal vez con motivo del
bicentenario de Redon, en 2040. Quizá antes, si el pintor se pusiera de moda.
Entre tanto, de ellos solo quedarán algunas fotos en las redes sociales, en las
ajadas enciclopedias de arte... Eso me recuerda que Odilon Redon es un muerto,
y que la supuesta inmortalidad de los grandes artistas es pura letra impresa.
Atravieso varias salas en las
cuales me topo con colegiales acompañados de profesores. Unos contemplan
aburridos un cuadro de Eugene Delacroix. Otros observan con curiosidad un
lienzo costumbrista titulado “La herencia”, donde cuatro hermanos enlutados
atisban una caja de caudales vacía.
Hasta que llego a la sala donde están
los dos redones. El primero es un pequeño lienzo con una de los temas
preferidos del pintor: “El hombre alado”, una mezcla de ángel y atleta clásico,
una especie de Ícaro que emerge de gases parduscos y se dirige a la luz del
firmamento. El cuadro se abre a múltiples interpretaciones: el bien y el mal,
lo humano y lo divino. Los colores son de un brillo plateado, rebosan
irrealidad, misticismo.
En cuanto al segundo cuadro es un
autorretrato. Redon aparece serio, barbudo, circunspecto, emergiendo de una
oscuridad marrón oscuro. Su rostro resulta apenas perceptible bajo el cristal
que cubre el óleo. Cuando trato de
fotografiarlo con el móvil aparece reflejada en el cristal la sala vacía del
museo. Mientras hago la foto me da por pensar que Redon es un espectro que se
pasea por los museos del mundo. Probablemente Burdeos le resultaba indiferente.
Le hubiera dado lo mismo nacer en Paris, o en Bruselas, o en Nueva Orleans. Su
única patria era el arte. Desdeñaba cualquier frontera, aunque nunca le gusto
viajar. Su concepto del viaje era el de un desplazamiento hacia el interior,
hacia el sueño y el inconsciente. Es el inconsciente quien nos habla al oído
cuando alrededor impera el silencio.
De pronto los escolares parecen
haberse marchado. Todo se ha silenciado de nuevo. Al fondo de la sala, el guarda se hurga la nariz sin darse
cuenta de que yo lo veo reflejado en el cristal. Después de tomar la foto
observo de nuevo el espectro de Redon. Con su gesto ceñudo parece reírse de la
mortalidad: de la mía y de la de todos los personajes que han ido apareciendo
en este relato.
Excelente descripción, me transportarse a Burdeos y a cada lugar que visitaste. Pude sentir tus emociones. Eres un gran escritor Ricardo!
ResponderEliminarLuz Saenz
Muchas gracias, Luz, con bastante retraso, ja ja ja. Abrazos!
Eliminar