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Proyectos de lectura

Durante mi vida he elaborado cientos de listas de libros. Las denomino “proyectos de lectura” y recogen decenas de obras que deseo leer de modo inmediato por una causa u otra. A veces es la escritura de una novela la que da lugar a un proyecto, advierto que para documentarme necesito leer esto o aquello. Otras veces es el deseo de leer las obras de autores a los que admiro: de pronto quiero sumergirme en las mejores obras del siglo XX, o en las tragedias de Shakespeare, o en la poesía romántica alemana, o en las novelas de Dashiell Hammett.
Mis proyectos de lectura siempre tratan de abarcar, de resumir, de sistematizar, de seleccionar cierta literatura. Pero la vida no me permite acometerlos con la deseada rapidez. Pasan los meses y tan solo he leído tres libros de la lista, y resulta que he perdido el interés por Shakespeare, o por la poesía romántica alemana, o por las mejores obras del siglo XX. De pronto han pasado a interesarme las mejores obras del XIX, o la novela picaresca, o la poesía de Emily Dickinson… Me veo obligado a elaborar nuevas listas que se suman a las anteriores y que se acumulan en la carpeta “proyectos de lectura” de mi ordenador. Un día, despistadamente, abro la carpeta y me digo: "¿Cómo me pudo interesar alguna vez Vicente Blasco Ibáñez?
Todo proyecto de lectura requiere su praxis, y esta consiste en colocar los libros que lo componen en el mejor estante de la casa. En la actualidad me ocupan dos: el primero, la literatura decadentista francesa de finales del XIX; el segundo, las mejores obras de cinco grandes maestros de la narrativa: Paul Auster, J. M. Coetzee, V. S. Naipaul, Ricardo Piglia y Philip Roth. El proyecto –una vez más condenado al fracaso- consiste en ir alternando, con criterio cronológico, una obra de cada autor. En conjunto he seleccionado unos treinta libros, de los cuales el primero es “La invención de la soledad”, de Paul Auster, que he terminado de leer hoy.
Suele afirmarse que “La invención de la soledad” es el germen de la literatura austeriana. Se trata de una novela autobiográfica dividida en dos partes por completo independientes, unidas entre sí de un modo fantasmal. La primera se titula “Retrato de un hombre invisible” y es una indagación acerca de la figura de Samuel Auster, padre de Paul, un hombre que fallece repentinamente a los sesenta y siete años en su casa de divorciado. Hace ya años que vive solo, visitando a sus hijos en escasas ocasiones. Al comienzo de la novela, Auster afirma: “Supe que tendría que escribir sobre mi padre. No tenía un plan ni una idea precisa de lo que eso significaba
(…) Pero la idea estaba allí, como una certeza, una obligación que comenzó a imponerse a sí misma en el preciso instante que recibí la noticia de su muerte. Pensé: mi padre ya no está, y si no hago algo deprisa, su vida entera se desvanecerá con él”.
Tras leer estas palabras tenemos la impresión de que vamos a asistir a una novela de duelo; impresión que nos abandona, al menos en parte, nada más comenzar a leer, porque lo que viene a continuación no es una vindicación de Samuel Auster, sino más bien una búsqueda desesperada de él.
El padre del novelista fue un hombre inaprensible. Era imposible conocer sus sentimientos, dedicaba su vida al trabajo y a una serie de rutinas que lo condujeron al divorcio y a la indiferencia de cuantos lo trataron íntimamente. Es la inexistencia, la carencia de la figura del padre lo que lleva al autor a indagar en su vida. Pero, conforme lleva una serie de páginas y se da cuenta que el relato no aporta luz, escribe: “Poco a poco comienzo a comprender el absurdo de la tarea que he emprendido. Tengo al sensación de que intento llegar a algún sitio, como si supiera lo que quiero decir; pero cuanto más avanzo más me doy cuenta de que el camino hacia mi objetivo no existe. Tengo que inventar la ruta a cada paso, y eso
hace que nunca esté seguro de dónde me encuentro (…) El hecho de que uno vague por el desierto no quiere decir que haya una tierra prometida”.
Este punto de la narración es sumamente importante porque el narrador-autor se pone en cuestión a sí mismo: afirma desconocer la esencia, el fondo de su relato –que es tan sólo una búsqueda- y llega al punto de dudar acerca de su continuidad.
Ese radicalismo narrativo requiere un giro inesperado que llega a continuación: la revelación, fruto del azar, del gran drama en la vida de Samuel: ser espectador del asesinato a tiros de su padre, Harry Auster, a manos de su madre.
Pero ni siquiera tras narrar tan luctuosos hechos, el autor da a entender al lector que éstos sean la causa de la invisibilidad de su padre. Sin duda pueden servir como telón de fondo del drama familiar, pero nada más, y esta circunstancia convierte la novela en una suerte de viaje al vacío. Cedamos de nuevo la palabra a Auster: “En Amsterdam, lejos de cualquier cosa que pudiera resultarme familiar, incapaz de descubrir ni siquiera un solo punto de referencia, descubrió que sus pasos, al no llevarlo a ninguna parte, lo conducían hacia el interior de sí mismo. Estaba haciendo un viaje interior, y se encontraba
perdido, pero lejos de preocuparlo, esta idea se convirtió en fuente de felicidad y alborozo. Trató de imbuirse por completo de esa idea, como si tras acercarse a un conocimiento previamente secreto, pudiera llegarle hasta lo más profundo del alma; y entonces se dijo a sí mismo, con un tono casi triunfante: Estoy perdido”.
Estas últimas líneas corresponden ya a la segunda parte de la novela: “El libro de la memoria”; a mi juicio mucho peor que la primera. En esta ocasión ya no nos encontramos ante un relato lineal, sino ante una suerte de miscelánea que aúna diarios, textos epistolares, poemas, breves relatos en apariencia inconexos. Como si la dispersión y la aparente falta de unidad fueran intencionados y conllevaran la pérdida del sentido unitario del texto.
La teoria no está mal, pero su consecuencia práctica adolece de un cierto experimentalismo hoy sin demasiado interés, que me lleva a pasar las páginas, a leer entre líneas hasta la conclusión de la novela. Quizá porque ya tengo ganas de abordar el siguiente título de mi proyecto de lectura: “Vida y época de Michael K”, de Coetzee.
El siguiente libro será “Una casa para el señor Biswas”, de Naipaul. A continuación le tocará el turno a los cuentos de “La invasión”, de Ricardo Piglia. Para seguir con “La visita al maestro”, primera novela de Nathan Zukermann, personaje y alter ego del escritor Philip Roth. Y entre tanto, me sigo preguntando: ¿acabaré alguna vez uno de mis proyectos de lectura…?

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