La vaca estaba triste. Sus amigas las moscas revolotearan a su alrededor y ella las espantara con el rabo, como había hecho siempre. Pero el campo ya no era el de antes. Todavía recordaba cuando, de ternera, todo alrededor era verde y la pradera era silenciosa. Solo se oía la brisa, el ladrido lejano de un perro o los balidos de las ovejas. Un buen día llegaron todos esos monstruos de hierro que el pastor llamaba "palas excavadoras", "hormigoneras", "grúas".
Por culpa de esos colosos de metal, alrededor hacían crecido gigantes a los que el pastor denominaba "edificios", y caminos demasiado duros para sus pezuñas que el pastor llamaba "carreteras". Pero lo peor eran esas criaturas brillantes corriendo a la velocidad del rayo. Uno de esos "coches" estuvo a punto de atropellarla en cierta ocasión. ¡Qué espanto! -pensó la vaca-. Cada vez que lo recordaba su inmenso corazón no dejaba de palpitar. Lo peor eran las mañanas, cuando muchos "coches" querían pasar al mismo tiempo por el mismo camino duro y se ponían a reñir emitiendo esos balidos agudos: "piiiiiii, piiiiiii". Resultaban muy molestos. "¿Por qué lo harían?" -pensaba la vaca- "¿Acaso no podrían dejarse pasar los unos a los otros sin reñir?".
En fin, debía aceptar la realidad: el campo jamás volvería a ser el de antaño. Algo había sucedido, y ni siquiera el pastor podía evitarlo. Tanta era su añoranza que la noche anterior soñó con un gran reloj en el cual un hombrecillo trataba inútilmente de parar las manillas: quería detener el tiempo y que el campo no desapareciera para siempre.
La vaca había estado triste todo el día. Pero al atardecer, frente a la puesta de sol, sintió el calor de los rayos dorados, contempló su resplandor naranja sobre el suelo y pensó que, a pesar de todo, seguían quedando cosas bellas como el ocaso. Por mucho que crecieran los edificios y las carreteras, siempre quedaría un pequeño jardín en que pastar; un rincón en que seguir gozando de la compañía de las moscas. Y entonces la vaca se dio cuenta de que la felicidad no estaba solo en el mundo exterior, sino que también la llevaba dentro. Al fin y al cabo, la alegría o la tristeza dependía de cómo se tomara las cosas.
Acuarela de Laura Lladosa, Texto de Ricardo Lladosa.
Por culpa de esos colosos de metal, alrededor hacían crecido gigantes a los que el pastor denominaba "edificios", y caminos demasiado duros para sus pezuñas que el pastor llamaba "carreteras". Pero lo peor eran esas criaturas brillantes corriendo a la velocidad del rayo. Uno de esos "coches" estuvo a punto de atropellarla en cierta ocasión. ¡Qué espanto! -pensó la vaca-. Cada vez que lo recordaba su inmenso corazón no dejaba de palpitar. Lo peor eran las mañanas, cuando muchos "coches" querían pasar al mismo tiempo por el mismo camino duro y se ponían a reñir emitiendo esos balidos agudos: "piiiiiii, piiiiiii". Resultaban muy molestos. "¿Por qué lo harían?" -pensaba la vaca- "¿Acaso no podrían dejarse pasar los unos a los otros sin reñir?".
En fin, debía aceptar la realidad: el campo jamás volvería a ser el de antaño. Algo había sucedido, y ni siquiera el pastor podía evitarlo. Tanta era su añoranza que la noche anterior soñó con un gran reloj en el cual un hombrecillo trataba inútilmente de parar las manillas: quería detener el tiempo y que el campo no desapareciera para siempre.
La vaca había estado triste todo el día. Pero al atardecer, frente a la puesta de sol, sintió el calor de los rayos dorados, contempló su resplandor naranja sobre el suelo y pensó que, a pesar de todo, seguían quedando cosas bellas como el ocaso. Por mucho que crecieran los edificios y las carreteras, siempre quedaría un pequeño jardín en que pastar; un rincón en que seguir gozando de la compañía de las moscas. Y entonces la vaca se dio cuenta de que la felicidad no estaba solo en el mundo exterior, sino que también la llevaba dentro. Al fin y al cabo, la alegría o la tristeza dependía de cómo se tomara las cosas.
Acuarela de Laura Lladosa, Texto de Ricardo Lladosa.
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