De modo inevitable, la publicación de “Madagascar” me distrajo de la novela que estoy escribiendo. Cuando abro el archivo de Word que la contiene, modificado por última vez el 8 de octubre a las 22:32 horas, constato que acaba en la página 108. El relato se interrumpe mientras el protagonista observa, a través de los ventanales de la mansión donde se hospeda, a un estrafalario personaje hablar con el hijo de sus anfitriones. Ambos conversan en el jardín. Días atrás vio también al estrafalario personaje hablar con el mayordomo en ese mismo lugar del jardín. Estamos en 1894, en las afueras de Burdeos y el personaje estrafalario viste un hábito negro hasta los pies. Tiene la cabeza rala, la piel cetrina, los ojos grandes y redondos, la nariz aguileña. Gesticula cual actor dramático. Pero, a través de la ventana, el protagonista solo puede presenciar una película muda. Obviamente, no escucha su voz hablándole al heredero de la mansión, que sonríe encantando ante sus palabras. A los lados, la leve brisa de la tarde agita con suavidad la hierba y las ramas de castaños y robles centenarios. Pero el relato se interrumpe en ese punto. Al final de la página 108, entre paréntesis, se lee: “(investigar jesuitas en China)”. Entonces, pienso en el sentido de la frase y pronto recuerdo por qué la escribí.
La idea del personaje estrafalario parte de un carboncillo del pintor simbolista francés Odilon Redon, fechado en 1878. Se expuso junto con otros veinte dibujos en los locales parisinos del periódico Le Gaulois en 1882. Mostraba, en palabras de Redon, “una especie de bonzo palpando una bola de cañón”. Al parecer el dibujo provocaba las risas de quienes pasaban por allí, que no entendían su significado, según cuenta Charles Morice en una reseña biográfica sobre Redon incluida en la serie: “Les hommes d´aujorud´hui”. Las burlas de la gente debieron de afectar al artista. Pero lo que más le molestó fue la frialdad con que la exposición fue recibida por la crítica. En una carta dirigida al escritor Emile Hennequin escribe: “Los dibujos fueron colgados en los despachos, pero no se hizo propaganda alguna de ellos. Había allí una frialdad y una circunspección que quedaron en mi recuerdo como un enigma. Tenga en cuenta, por el contrario, que yo deseo ardientemente el ruido, pese a esa calma aparente que usted conoce en mí. Mi felicidad estribaría en ser un día objeto de polémica”.
Lo cierto es que me cuesta imaginar a Redon -un hombre reservado- feliz en medio del ruido o de la polémica; lo indudable es que todo en él era un enigma. Era tan misterioso como el dibujo del bonzo palpando la bola de cañón. Paradójicamente, pese a las risas de los parisinos que lo contemplaron en las salas de Le Gaulois, este carboncillo sería una de las obras que le darían fama al aparecer en la famosa novela “A contrapelo” (1884), del crítico de arte y escritor decadentista Joris Karl Huysmans.
La novela cuenta una historia muy “fin de siecle”: la de un aristócrata que, hastiado de la sociedad burguesa, se recluye en una mansión campestre para vivir en compañía de objetos decorativos y obras de arte, sin contacto alguno con seres humanos. Los criados pasan junto a él en silencio, velando su perfección estética. Se trata de una novela sumamente original pero, hoy día, pasada de moda. El caso es que una de las obras que cuelga de las paredes del aristócrata es el carboncillo de Redon.
La novela de Huysmans ha quedado superada, al igual que la idiosincrasia de aquella época; sin embargo, “La bola de cañón” no sólo no ha envejecido sino que conserva en 2017 todo su misterio. ¿Qué pretendió Redon al pintarla? Nunca daba explicaciones del significado de sus obras. Probablemente, si lo hubiera dado, hoy su obra nos parecería tan anticuada como la de otros modernistas y simbolistas. Por mucho que sus biógrafos atribuyeran a Redon conocimientos esotéricos y ocultistas, los críticos que le fueron favorables desmintieron que sus dibujos tuvieran un significado explicito: eran simplemente productos de la imaginación. Tienen, eso sí, cierto poder de relatar, por el hecho de que quien los mira quiere entenderlos y busca una explicación, aunque la tentativa sea un fracaso de antemano.
¿Dónde había oído yo hablar de bonzos? No me costó recordar la letra de aquella vieja canción de Franco Battiato que tanto me gustaba en mi adolescencia, “Centro di gravitá permanente”. Había unas estrofas que decían: “Gesuiti euclidei, vestiti come dei bonzi per entrare a corte degli imperatori della dinastia dei Ming”: “Jesuitas euclidianos, vestidos de bonzos para entrar en la corte de los emperadores de la dinastía Ming”.
La referencia alude sin duda a su compatriota del siglo XVI: Mateo Ricci, jesuita italiano que marchó a evangelizar China en 1582. Ricci era matemático y geógrafo. En China aprendió a la perfección el mandarín y elaboró la primera cartografía china que incluía Europa, África y Ámerica, conocida como “Descripción del mundo”. Además tradujo al chino los “Elementos” de Euclides. De ahí la letra de la canción de Battiato. Ricci, tras años de reticencias, fue recibido junto a una legación de jesuitas por el emperador Wanli.
Tal vez a causa de “Centro di gravitá permanente”, del modo más irracional, yo había escrito en la página 108 de mi novela que el estrafalario personaje a quién contemplaba el protagonista desde la ventana era: “un bonzo, un jesuita…”. Mateo Ricci estaba convencido de que para evangelizar China, los católicos debían hablar la lengua y vestir como los chinos. De ahí su extraño atuendo, similar al de los bonzos al inicio de su aventura en Macao, y parecido a los maestros del confucionismo cuando al fin logra, tras años de arduo esfuerzo, penetrar en la Ciudad Prohibida de Pekin.
Ricci fue un hombre sumamente inteligente. Era capaz de recitar libros enteros tras leerlos una solo vez sin equivocarse en una sola palabra. Creó una regla nemotécnica que denominó el “Palacio de la memoria”, consistente en situar ideas, palabras y personajes en un marco espacial o arquitectónico. Sobre ella escribió: “Una vez que vuestros emplazamientos estén bien en orden, podéis flanquear la puerta (…) Torced a la derecha y avanzad. De la misma manera que los peces nadan en bancos ordenados, todo está en su lugar en el cerebro y todas las imágenes están prestas a hacer que aparezca aquello que deseamos recordar…”
¿Mantuvieron los misioneros jesuitas en China el atuendo oriental durante la época de Odilon Redon? La respuesta es fácil de encontrar. Casualmente, cuatro jesuitas franceses, misioneros en China, fueron canonizados en el año 2000 por Juan Pablo II. Se trata de los mártires Remigio Isoré, Modesto Andlauer, León Ignacio Manguin y Pablo Deen, los cuatro fueron asesinados durante la rebelión de los Boxers, grupos paramilitares enemigos de la influencia occidental en China. En particular, enemigos de la expansión del cristianismo, motivo por el cual los cuatro Jesuitas fueron asesionados. Isoré y Andlauer mientras oraban ante el altar de la capilla de Ouy, el 19 de junio de 1900. Pero si tratamos de encontrar algo más de información acerca de estos mártires, en internet tan sólo hayamos breves textos hagiográficos donde se glosa su fe. Lo cual contrasta con la cantidad de información acerca del apóstol Mateo Ricci. Nada reseñable parece haber en las vidas de los cuatro franceses del siglo XIX, más allá de su luctuoso final.
Pese a lo anterior, busco arcaicas fotografías de los cuatro y advierto de pronto, con sorpresa, su parecido con el bonzo que acaricia la bola de cañón del carboncillo de Redon. ¿Conocería Odilon Redon a alguno de aquellos jesuitas?
Mi imaginación ha vuelto ya al estrafalario personaje de la página 108, que el protagonista de mi novela divisaba desde los ventanales de la mansión. Decido cambiarle su atuendo. Ya no vestirá hábito negro hasta los pies, sino gorro negro, túnica y faldón de mandarín. Será un jesuita que acaba de volver de las misiones en China, poco antes de la revuelta de los Boxers. Será, tal vez, una suerte de Mateo Ricci: matemático, cartógrafo de mapas del mundo; albergará en su mente el palacio de la memoria… Busco apellidos alsacianos (el lugar de donde procedía Modesto Andlauer) y encuentro uno que me atrae: Altmayer, el padre Remigius Altmayer, de la Compañía de Jesús…
De entre los rostros de los cuatro misioneros el que más me atrae es, sin dudarlo, el de Remigio Isoré. Su mirada tras las lentes es ambigua: mística, sibilina, ausente. Su nombre y su rostro son, sin duda, los del padre Altmayer. De modo que ya puedo retomar la página 108 de mi archivo de Word: ya puedo emprender mi viaje de vuelta a la ficción.
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