Durante mi vida he elaborado cientos de listas de libros. Las denomino “proyectos de lectura” y recogen decenas de obras que deseo leer de modo inmediato por una causa u otra. A veces es la escritura de una novela la que da lugar a un proyecto, advierto que para documentarme necesito leer esto o aquello. Otras veces es el deseo de leer las obras de autores a los que admiro: de pronto quiero sumergirme en las mejores obras del siglo XX, o en las tragedias de Shakespeare, o en la poesía romántica alemana, o en las novelas de Dashiell Hammett. Mis proyectos de lectura siempre tratan de abarcar, de resumir, de sistematizar, de seleccionar cierta literatura. Pero la vida no me permite acometerlos con la deseada rapidez. Pasan los meses y tan solo he leído tres libros de la lista, y resulta que he perdido el interés por Shakespeare, o por la poesía romántica alemana, o por las mejores obras del siglo XX. De pronto han pasado a interesarme las mejores obras del XIX, o la novela pic